Francesco / Alejandra Pultrone



Mi abuelo era italiano. Había llegado en 1915 a la Argentina escapando de la miseria y la muerte, como todo inmigrante. 

Cuando yo nací, a mediados de los años 50, más precisamente en el 53, mi papá convenció a mi mamá y me pusieron su mismo nombre; aunque traducido al español. El era Francesco y yo Francisco. 

Francesco tenía un almacén en Independencia y Colombres, en el barrio de Boedo. Pasé largas tardes de mi infancia allí, haciendo los deberes en el mostrador, con el cuaderno al lado de la campana de vidrio que protegía al dulce de batata de las moscas inevitables.

El abuelo Francesco nunca se había ido realmente de Italia. Estaba pendiente cada semana de las cartas que llegaban y las noticias de la radio. Le escribían sus padres, los hermanos, su amigo de la infancia y hasta su antigua novia. Me daba cuenta cuando llegaba una carta de ella porque enseguida la guardaba en el bolsillo del delantal color madera que se ponía y por las risitas pavotas del cartero. Yo tenía unos diez años pero ya era muy confidente de mi abuelo y una vez que estaba particularmente sentimental me contó la historia de Bianca. A mí me parece que se quisieron siempre a pesar de la separación y nunca supe bien porqué ella no se vino con él o porqué él no la mandó a llamar después, como se decía antes. 

Mi abuelo era  opositor al régimen de Mussolini y mantenía largas discusiones en el bar de la esquina del almacén con otros vecinos italianos. Después de la cena, Francesco se iba  una horita (como él decía) al bar a tomar una grapa y jugar a las cartas, pero a veces todo terminaba mal cuando hablaban de política. El problema era cuando además de decir que no era partidario del Duce, agregaba que detestaba el fútbol y empezaba a desarrollar su teoría acerca de la íntima relación entre Mussolini y el deporte de los 11 jugadores y la pelota. El abuelo Francesco leía mucho y tenía argumento para todo.

Una de esas noches, en el medio de una discusión tremenda, salió corriendo del bar, fue a su casa, tomó un ejemplar de la revista  Lo Sport Facista ( se las había mandado durante los años 40, Vittorio, el amigo de la infancia) y se la partió en la cabeza al vecino mientras le decía, tomá, ahí tenés, leélo vos a ver si así aprendés lo que te digo. Después por una semana no pisó el bar, hasta que el mismo dueño y el tipo al que le había puesto de sombrero la revista, pasaron a buscarlo por el almacén y se dieron un apretón de manos.

Papá, creo que para evitarse problemas, de chico se inclinó por la natación y el abuelo lo llevaba a la pileta del club del barrio. 

El problema lo tuve yo. El fútbol me gustaba con la misma intensidad que a todos mis compañeros de grado. Me hice de San Lorenzo, por el barrio y porque inconscientemente busqué un club distinto, fundado por un cura que quería sacar a los chicos de la calle. No era cualquier club, pero el abuelo Francesco también era anticlerical, así que no tuve más remedio que pasar a la clandestinidad mi devoción sanlorencista. Con papá empezamos a ir a la cancha, siempre a escondidas del abuelo. Y dejamos de ir varios domingos a almorzar con él. Al principio no decía nada, pero después se enojó como buen tano que era. Los chicos crecen, le dijo papá. Venimos el sábado. Pero el abuelo era fiel a la tradición de los fideos y la mesa del domingo al mediodía. 

Un domingo de esos que faltamos a la casa de Francesco, fuimos a la cancha de San Lorenzo a ver un partido con River. En la esquina de Avenida La Plata y la otra calle de la no me acuerdo el nombre, frente al antiguo estadio, había un bar. Cuando pasamos, en la mesa de la ventana que daba a la calle, estaba sentado el abuelo Francesco. Cuando nos vio, levantó el brazo y con la mano hizo la V de la victoria.  Después tomó un sorbo de café, desvió los ojos al diario y siguió leyendo.


Francesco

Alejandra Pultrone

( Este cuento participó del Mundial de Escritura 2022)


Foto: AP. Buenos Aires, julio 2022.

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