Hopper, el poeta de la soledad urbana / Alejandra Pultrone




Verano del 91. Mar del Plata.
Para aquellos que me conocen, que cite esta ciudad de caminatas al borde del mar y postales de interminables veranos de la infancia, no es más que una repetición de tantos momentos felices evocados de mi historia personal. 
Para los que no, debo contarles que -como alguna vez escribió Victoria Ocampo- yo también tengo por Mar del Plata un sentimiento emparentado con la pasión.
Victoria, fiel a su estilo fervoroso, escribió: tengo por Mar del Plata una pasión física tremebunda. La parte animal de mi persona se entiende de mil maravillas con esta tierra, con este clima y con todo cuanto crece en ella. Adoro estas playas kilométricas que mis pies conocen íntimamente, pues hace años las recorro descalza. Me sé de memoria la forma de todas sus rocas".
 A diferencia de Victoria, en mí  esa pasión, con el paso de los años, se convirtió en amor; con las contradicciones que el amor siempre ofrece.
Amor no sólo por su paisaje natural – el mar y sus playas- sino  por sus calles, sus irregulares veredas de laja, sus casas de tejas y piedra.
Su noche inmensa y oscura.
 Amor  por todos los momentos felices que la ciudad albergó para mí y mi familia.
Pero no vine esta noche a hablar de Mar del Plata, cuyas imágenes perdidas de otros momentos de su historia también me convocaron a escribir un libro de poemas, llamado Ciudad demolida.
Esa es otra historia.
 La historia de este libro cuyos poemas leeré para ustedes esta noche, se inició en esa ciudad.
Una tarde de verano, en un bar.
Y allí, me esperaba Hopper.
En la pared, junto a la mesa que había elegido, colgaba una gran reproducción de Nigthhawks, el cuadro más aclamado de Hopper, esa escena que está marcada a fuego en el imaginario estadounidense, ese bar  que una imagina a altas horas de la noche, con tres personas, un hombre una mujer, un hombre. Y el barman como un testigo de la soledad del momento.
Esa escena  que parece estar grabada digo yo, internalizada, dirían los analistas, a tal punto que ha podido ser parodiada, como ocurre en  un episodio de los Simpsons, o reinventada por diseñadores y artistas modernos como Gottfried Helnwein con James Dean, Hamphrey Bogart y Marilyn como los transnochadores acodados en la barra del bar, y Elvis, oficiando de barman. Precisamente en esa elección de personajes tan populares para el público de Estados Unidos, podemos aventurar que el bar se ubica entre ellos como un personaje más. Dentro de las curiosidades de estas variantes de la pintura, la más graciosa que encontré fue  una tarjeta navideña donde los personajes están representados por Papa Noel y los renos.
¿Qué de esa escena nos captura a tal punto de volverse inolvidable y provocar tantas emociones y ese deseo de reproducirla y reinventarla?
Al menos, eso fue lo que a mí ocurrió aquella tarde de verano.
Quedé capturada por esa escena.
Hopper era un hombre huraño, metódico, rutinario, podría decirse. No le gustaban este tipo de preguntas. Al leer sus reportajes, quizás  una pueda encontrar  un persistente desacople entre esa obra deslumbrante y su creador. Hay artistas que por el contrario, muestran todo el tiempo  el acople : pienso en J. Pollock, por ejemplo, o  A. Warhol. Parecen hechos a la medida de sus obras.  Hopper  puede llegar a decepcionar si se espera de él alguna respuesta erudita o demasiado reflexiva sobre su hacer.
 Hopper es un poeta, no me caben dudas. Sus obras están atravesadas de poesía.
Y como alguna vez dijo,  está todo ahí, en el lienzo, en el papel.
Para qué hablar sobre ello.
 Sólo se trata de mirar.
No nos atreveríamos a preguntarle a un poeta “ qué quiso decir”, como si el poema necesitara traducción.
Siempre comento que me siento cerca de Octavio Paz cuando escribió que hay poesía sin poemas  y pinturas que son poéticas, o paisajes. Hasta personas, dice Octavio.

Pensar que la poesía es algo cercano a un acontecimiento, algo que ocurre y devela, ocurre y trasforma, se detiene y atraviesa, permite poder mirar la obra de Hopper desde otra perspectiva que la que puede ofrecer una crítica de arte.
 Eso que Hopper decía, su está todo ahí  provocó en mi el deseo de escribir mi experiencia de lectura de la poesía que emana de su obra.
A partir de ese encuentro azaroso, fui al encuentro de su pintura. En esos años, había que recorrer librerías, no eran tiempos de guglerías, si se me permite el neologismo, ni de pretender inmediatez para lograr resultados. De a poco, fui conociendo su extensa obra, recorriendo las librerías porteñas y gracias también a amigos viajeros que traían libros y reproducciones.
 Así me enteré que Hopper nació en New York, en 1882, en un hogar que estimuló su talento por el dibujo.  
Y A los  17 años  comenzó a estudiar dibujo por correspondencia, dato que  me resultó asombroso. Recuerdo que en mi infancia, en las historietas de la editorial Dante Quinterno, se promocionaban esos cursos. Jamás imaginé a nadie  realizándolos, menos a Hopper.
 Tiempo después ingresó a la Escuela de Arte y Diseño de Nueva York. 
Admiraba a los impresionistas. Las vanguardias parece que no le provocaban interés. Viajó a París. Fue ilustrador para ganar dinero. Se casó con Jo, también pintora, quien fue la modelo para todas sus obras donde representó mujeres. No tuvieron hijos, vivieron juntos más de cuarenta años. Y veraneaban en Cape Cod, año tras año. Finalmente descubrí que teníamos algo en común: Hopper también tenía su Mar del Plata. De allí salieron cuadros asombrosos. De esos veranos en Cape Cod.

Mirar una pintura de Hopper muchas veces es mirar el silencio, mirar la soledad de dos.
 Esa forma de la soledad tan dolorosa que es la soledad en compañía.
Hace poco en un diálogo que entablé con el querido escritor Fabián Soberón, le decía que creía que  las pinturas de Hopper nos hacen recordar nuestra propia soledad , esa soledad que podemos sentir los habitantes de grandes ciudades, donde siempre parece que estamos acompañados, que somos muchos, que nos agolpamos, y sin embargo…
Pequeñas escenas que son parte de nuestra vida, esa que llaman cotidiana: tomar un café sola en un bar, cargar combustible para el auto, estar en la habitación de un hotel, en la oficina con el jefe,  esos pequeños momentos, intrascendentes, destinados al olvido.
Pero allí, en esos escenarios  de aventuras comunes, maravillosas, como diría Raúl Gustavo Aguirre, transcurre la mayor parte de nuestras vidas.
Y Hopper vuelve trascendente lo que estaba destinado a perecer.
Todo esto, Hopper diría que corre por mi cuenta.
Que él sólo quería pintar la luz del sol sobre una pared.
Es posible, pero la poesía recorre caminos misteriosos.
Y además de la luz sobre una pared, contemplando sus cuadros, vemos soledad, desamor,
deseo, espera, juventud, vejez, hastío.
En mi caso, al ver sus cuadros,  pensé en algunas de estas palabras.

El resto de las que acudieron a mí, están en este libro.














Trasnochadores


puede pensarse
la ciudad sin voces

lo que se ve
un bar partiendo
las cenizas de cada fondo blanco

los vagabundos a cuestas
halcones con nombre a la deriva



***

Night windows


una vez más
la noche de ventanas desplegadas

poner nombre
a lo que no se ve



***


South Carolina Morning



verla es escuchar

I feel good

trepar árboles
y no caer


***



El sol en una cafetería



Cuatro mesas
Invitadas a permanecer

Y esas sillas
derrotadas por la espera




#Hopper
#Alejandra Pultrone
#Libros del Empedrado, 1994.












Fotos: Ana Claudia Díaz / Patricia Labriola




# Hopper, el poeta de la soledad urbana / Alejandra Pultrone
#Espacio de Lecturas necesarias para toda transmisión
#Coordinación / Carlos Quiroga - Guillermo Fernández
#Caburé Libros, Buenos Aires, 2 de agosto de 2018.






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