Viajera / Alejandra Pultrone






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Viajera



 A Alicia Lo Giúdice


   
                  Cuando tú y la verdad me hablan, no escucho a la verdad, te escucho a ti.

                                                               Antonio Porchia.
                                                   
                                                           


                                                                                               
 I  
                         
 Año 1979. 

Tengo quince años y una adolescencia católica rodeada de amigas del colegio, amigos del grupo de oración, retiros en Pilar, tarjetitas de Ediciones Paulinas guardadas en los libros.
Ya garabateo mis primeros poemas, ya me enamoro de Federico García Lorca.
 Mientras tanto, suena la  música progresiva que mi hermano escucha  una  y otra vez en el living de casa.
Ya leo muchas novelas y voy a los cines de la calle Lavalle.
 Guardo todos los programas como una coleccionista.
 Y  veo en la tele una película, Milagro de amor.
Trabaja James Farentino, interpreta  a un padre que intenta por todos los medios ayudar a su pequeño hijito.

Autismo.

Es la primera vez que escucho esa palabra en mi vida.

Autismo.

Ese día, la palabra emprendió su viaje hasta llegar a mi puerta, muchos años después.
No la esperaba.
Y ahí, comenzó nuestra historia.



II


Siempre que tengo que hacer memoria y empezar a contar, pienso qué parte de esa historia puede ser hoy compartida sin interferir en la privacidad de un hermoso muchacho de 22 años al que  le encanta  hacer películas y escuchar a Coldplay.
 Su nombre es Agustín Francis.
He visto con el paso del tiempo, como  momentos de nuestra vida - desde los importantes hasta los detalles-  terminaban escritos en legajos, historias clínicas,  la libreta de un médico.  Por eso ahora  elijo mostrar sólo algunas pinceladas de nuestro recorrido.

Fragmentos.
En esos años se trataba de contar.
Explicar. Y sobre todo, entender.

 Hacer lo  necesario para encontrar el modo de desandar el camino, dejar el autismo lejos de Agustín, de nosotros.
 Porque - y ahora hablo de mí-  al principio yo quería que alguien nos devolviera el presente y el futuro que nos pertenecía.
Ese que el azar nos había arrebatado.


III

Ya casi es de noche, mi mamá ha pasado la tarde en casa, ayudándome. Se pone el tapado y busca la cartera mientras levanta el último juguete del piso.
 Jazmín tiene poco más de tres años, Agustín dos. Lucas, el hermano mayor, está  por terminar el primario. Los días están llenos de actividades, ropa para lavar, tarea de la escuela, plastilina para llevar al jardín.
Hace unos meses, he decidido dejar mi trabajo en la Librería- Editorial que tenemos con mi marido, hasta que los chicos sean más grandes. Ahora sólo me dedico a  escribir y a seleccionar el material que  los autores presentan para publicar, puedo hacerlo sin tener que salir mucho de casa.
Mis padres viven a pocas cuadras. Sé que mañana  volverán  para ayudarnos en ese tramo complicado del día, de la tardecita a la cena, del baño reparador al sueño.
 Mi madre ya está lista para irse .Le abro la puerta con Agustín en brazos. Vemos pasar  el zepelín que la conocida marca de lácteos, hace volar por las noches tranquilas de Caballito.
_ ¡Mirá Agus, el zepelín! Señala la abuela  en dirección al cielo.
Agustín sigue mirando la calle.
-Agus, ¡Mirá! ¡Allá arriba! Insiste.
El dirigible sigue su ruta, ya no se ve en el cielo de nuestra calle.
-Me parece que Agus no mira cuando señalás algo…Arriesga mi madre.
-  Todavía es chiquito, se distrae…Contesto con  cierta  molestia.
La despido rápido, seguro que con tanta charla, la comida se quema.




IV


Siempre digo que el giro que dio mi vida cuando el eminente neurólogo infantil nos dio su diagnóstico definitivo, sólo lo puede comprender alguien que haya pasado por esa experiencia, especialmente en esos años. Era tan poco lo que se conocía sobre el autismo y su espectro en Buenos Aires, que este médico con su equipo de profesionales, habían publicado un libro en una editorial dedicada a la psicología para empezar a introducir en esa  disciplina, la cuestión constitutiva  del autismo, su sello “de fábrica”, según sus palabras; y  así  poder desalojarlo del  estigma  que lo acercaba –erróneamente-  al trauma  o conflicto psicológico.

Primero encontré el dolor.
El dolor que hacía nido en el centro del pecho. El que empezó a presentarse por las noches.
Al que inicialmente le temí, porque pensé que podría doblegarme si no oponía resistencia.
Después salí al encuentro de  la caída de mis ideales, y por último, a  la  de mis convicciones.
Hasta ese momento no me había dado cuenta que creía en ciertos discursos con la misma intensidad que lo hacía en mi adolescencia con los dogmas de mi religión.
El autismo demolía todas las teorías y las verdades reveladas sobre las que sostenía mi saber; mi modo de leer el mundo.

 Porque para mí, siempre se trató de leer.

Se volvía inapresable.

 Entonces, leí todo lo que encontré sobre el tema, cuestioné todos los puntos de vista: los del psicoanálisis, los de la  psicopedagogía, también los de la neurología.
Cada uno de esos discursos aportaba algo, pero ningún tratamiento tenía la llave para  garantizar que las cosas iban a mejorar.

Sí, yo quería la llave.

 Descubrí que tenía que dejar de enojarme con Freud, con mi analista, con mis amigos, con los vecinos que miraban raro y emprender un camino que fuera único, artesanal.
Porque Agustín es único, como cada persona  lo es, más allá del autismo o cualquier diagnóstico.
Por eso, cuando nos dijeron que saldría adelante porque era de alto rendimiento y con un tratamiento adecuado para los chicos como él, salimos del consultorio sabiendo que no volveríamos.
 Que más allá de los tests extranjeros y los manuales de siglas y números que cambian cada año, nuestro hijo necesitaba  una ayuda que todavía no existía, porque había que inventarla.


V

Fueron pasando los años, algunos terapeutas, hasta que Agustín se encontró con Alicia, la psicoanalista  que nos habían recomendado. Allí empezó ese recorrido, el caminito (como lo llamaría Santa Teresita de Lisieux) personal e intransferible que hizo posible que pudiera aprender a leer antes de poder hablar, a escribir y dibujar historias que traía en sobrecitos desde las sesiones: primero con sus dibujos y la letra de Alicia, y tiempo después, con su letra y sus propias palabras.
Así pasaron de los libritos armados con abrochadora, a las películas en la computadora -que cada vez fue haciendo mejor- con personajes de historieta como Mafalda y todos sus amigos y otros de su propia  invención como Hielito o los malos Sorrillos- así con s porque es un chiste- los “antagonistas”, según él mismo contaba.
Así también transcurrieron  diez años de películas que estrenaba  los viernes  a la noche en familia.  De capítulos en los que reímos, nos emocionamos, nos sentimos en el cine.
De bandas de sonido, de incluir las  canciones que me gustaban porque él sabía  que “me iba a encantar”.
Y de pronto aparecieron  la escuela y los cumpleaños de los amigos.
Atravesar el parque Rivadavia para ir a comer hamburguesas .Visitar  los Museos de Arte para sacar fotos.
Y las clases de batería con Nico, el músico, porque un día cuando tenía trece años pidió una batería para tocar los temas de Los Beatles ante la sorpresa y emoción de los abuelos.
 Y las carreras de autos en las que muy pocas veces, le puedo ganar.

 La vida se expandió, de a poco.

 Agustín me enseñó a detenerme, a hacer uso del tan mentado barajar y dar de nuevo.
A no dar por sentada  ninguna afirmación.
A  descubrir que sí hay maestros que nos guían, pero no teorías inamovibles.

Y que cualquier certeza, mañana puede encontrar su declinación.

Me enseñó que una palabra que viaja en el tiempo y nos encuentra, puede cambiar el rumbo de la vida, sin arrebatarnos el presente ni el porvenir, porque éstos son  invención  de cada día.

Sin escrituras previas.
Sin mapas de ruta.
Sólo se necesita  algo de coraje.

Respirar hondo.

Y la mano de un niño, sujetando fuerte, la nuestra.

Alejandra Pultrone






                                          


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                                              Casa de la Lectura / Biblioteca Julio Cortázar 





                                            Fotos: Agustín Francis/ Sol Rithner / Silvia Sarcansky
                                            
                                            Agradecimiento especialísimo:  Liliana Arriondo
                                        


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#Miradas del alma 3/ Fundación Brincar
#Buenos Aires, Villa Crespo, Casa de la Lectura / Biblioteca Julio Cortázar, 31 de mayo de 2017
#Coleccionistas de Palabras


Coldplay - The Scientist

https://www.youtube.com/watch?v=RB-RcX5DS5A




On the road / foto: Agustin Francis 

                                                      


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