Al páramo, al viento, a la arena



Yo casi no tuve infancia metropolitana.
Vi la primera luz de mi tierra en una bahía argentina del Atlántico.
A los pocos días me estaría meciendo, como un jugueteo torvo de quién sabe qué paternidad tutelar,el sordo y constante ruido de las dunas - cada segundo desplazadas- el clima versátil del país,el viento animal. Mi padre era un cirujano de hospital;mi madre una mujer suave, sal de la tierra en su bondad tranquila.Los dos laboriosos y tan honestos de naturaleza que en ellos vi salvarse siempre algo del general naufragio humano. Mi primer amigo fue el viento que venía del océano. Este, imaginativamente, era para mis sustos, lobo; para mi deleite, perro. En mitad de las noches de invierno, el viento entraba en las vigilias de mi madre y velaba junto a ella, rugiente, mientras mi padre operaba solitario en chalets y despoblado, trabajando en la carne triste. Su mano enérgica no recogía prebenda; si había que cobrar, tomaba; si había que dar, daba; a los doce años comencé a saber lo que significaba ese fluir de gente pobre a su consultorio; venían a mirarlo en silencio y a confiarse en él; a veces traían unas aves, otras no traían nada; sino ese confiar penoso, esa entrega llena de triste esperanza. En aquella casa donde se había dicho adiós al oro, las puertas estaban abiertas durante el día y los que no venían a buscar cura, venían a buscar consejo.
El árido tiempo del sur apretaba en su garra la bahía. Durante jornadas y jornadas solo se escuchaba en la ciudad el ruido del fuerte viento y el rumor de las dunas al desplazar las arenas. Solo un operoso trabajo podía distraer a los hombres de persistentes acrimonias en la fría ciudad atlántica.Era terriblemente difícil vivir en aquel clima rígido y sin consolación. Ni una pradera en torno a la ciudad, ni colores, ni sol durante días y días sino la piedra gris, el viento gris, la arena gris, la atmósfera hosca, las tardes interminables, las noches repentinas y profundas. A veces una lluvia fina,luego otra vez el viento, la niebla, el polvo que castigaba furiosamente los ojos viniendo de los médanos. En el nocturno carruaje regresaba mi padre de ver a sus enfermos, El calor de las estufas y la luz de las lámparas nos guardaban a la familia  toda en su calor mientras fuera soplaba la tormenta.
Mis padres y mi hermano leían; yo levantaba de pronto una cortina, pegaba mi nariz al vidrio, miraba la noche exterior. Todo me parecía poblado de monstruos imaginarios. Y cuando alguien reía en aquella casa, parecía responder desde afuera un eco cínico. ¡No era, no, la vida suave para este médico de provincia! Estábamos en pleno desierto. No se podía habitar allí sin sacrificio; toda cosa viva pertenecía en aquellas latitudes al páramo, al viento, a la arena.

*Eduardo Mallea
El Atlántico 
 De "Historia de una pasión argentina", Buenos Aires, 1937.








Al páramo, al viento, a la arena.
Buenos Aires, desde el corazón de Barracas, enero de 2020.

Coleccionistas de Palabras / Mónica Tempesti / Sol Rithner/ Alejandra Pultrone.
Coleccionista honoraria: Silvia Sarcansky


Fotos: AP






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